INSTITUTO DE ESTÉTICA

El merecido premio nacional de literatura a Elvira Hernández

Por Patricia Espinosa H.

“TENÍA UN PIE EN UNA UTOPÍA Y/ OTRO EN EL AIRE” nos dice Elvira Hernández en uno de los poemas de su libro Actas Urbe (Santiago: Alquimia Ediciones, 2023). Este transitar entre el deseo y la ausencia de soporte cruza gran parte de la escritura de Rosa María Teresa Adriazola Olave (Lebu, 1951), su nombre de nacimiento, la segunda mujer poeta galardonada con el Premio Nacional de Literatura en Chile desde su creación en 1942.

La escritura de Hernández está siempre tensionada por la experiencia del quiebre, la caída y los intentos de rearticulación de una utopía que se desvanece constantemente, una suerte de compensación fracasada donde la voz lírica experimenta su condición y la del contexto de manera irónica, pero nunca fría y distante, sino más bien rabiosa, deseante. Así la poeta señala: “Se me ordena levantar la Retaguardia y abandonar el armamento”. Y agrega: “La Resistencia hizo agua y navega en el salvavidas ‘Disidencia’. La Izquierda misma se corrió por la tangente” para luego sentenciar: “Mis armas son mi vida” (Zona de desvíos. Antología poética. Bahía Blanca: LUX, 2018). Hernández asume un agenciamiento donde batallar se une a la función poética. Ante el abandono y el fracaso del proyecto revolucionario se atrinchera en una posición a contrapelo en donde lo poético asume estrategias guerreras en las que lucha y escritura se unifican en un mismo devenir: “Mis armas son mi vida”: una metáfora bélica que reafirma un lugar de paria donde vivir, escribir y resistir forman un solo y mismo gesto.

Sus primeros libros circularon clandestinamente. Su poesía era un “peligro” para el Chile dictatorial , contexto en el que surge su libro La bandera de Chile, escrito a comienzos de los 80 y publicado una década después (Buenos Aires: Libros de Tierra Firme, 1991). Un volumen donde la bandera es agente de violencia. Fetiche de la dictadura, símbolo patrio capturado, rendido al enemigo, la bandera como agente del poder implica derrota, la afirmación de un poder que resignifica las bases mismas de la identidad nacional usurpada: “La bandera de Chile es usada de mordaza/ y por eso seguramente por eso/ nadie dice nada”. La cita a Carlos Pezoa Véliz y su poema “Nada” (1912) resulta precisa para exponer el silencio colectivo, una suerte de contrato tácito, que remite a un modo de ser chileno/a encerrado/a en el silencio y la naturalización de la muerte.

La poesía de Hernández transita además por una rotunda conciencia mestiza que acusa pertenencia a un lugar subalterno, donde el cuerpo ha sido roto por la agencia colonial: “Yo herma/ cuchepa/ india sudamericana/ No vuelvo a cruzar el Estrecho de Bering para devolver la mano a nadie […] / Nunca estaré colgando de una lágrima del Everest/ Estoy sentada y me columpio en el sillar de mi pelvis/ el filo del mundo” (Actas Urbe). La inflexión de género opera como marca que contribuye a situar al yo lírico que se califica de “herma”, busto sin brazos, y “cuchepa”, cuerpo sin piernas. En definitiva, un cuerpo mutilado por la colonización que, al modo de un compromiso, rechaza el encuentro con ese otro mundo, el del colonizador. La corporalidad, asimismo, entraña la ocupación de un territorio. Esta vez es la metonimia de la pelvis, gran signo del acontecer mujer, que bascula desde “el filo del mundo” hacia Sudamérica.

La voz lírica que elabora la poeta aparenta calma, sin embargo allí subyace una consciencia perturbada por la historia de un país derrotado e intervenido en su territorialidad y en su imaginario. Pese a la vastedad de este escenario de pérdida, ayer y hoy, la poesía se yergue y visibiliza el quiebre. La crítica, su toma de posición, implica restitución. Esto significa la mantención del deseo de cambio a través del alzamiento de una voz ajena al silenciamiento y la sumisión.

El Premio Nacional, históricamente tan injusto en la entrega de galardones, en particular con las escrituras de mujeres, esta vez ha acertado en destacar la escritura de Hernández. Una poeta que comunica sin perder un ápice de precisión técnica, insistiendo con una estética del despojo y la resistencia, sustentada en una economía estética que resignifica el hacer poético en un contexto neoliberal y la concepción de una literatura política.

Hernández es una sobreviviente de la violencia dictatorial, pero también de un modo de asumir el oficio poético, aunado con la vida disidente, crítica, sin temor a la conjunción literatura y política. Estamos ante una mujer que exuda poesía y oficio, donde cada una de sus palabras, cualquiera sea el contexto, nos lleva a una reflexión filosófico-política de una potencia conmovedora. Como Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile celebramos su poesía viva, plenamente vigente y nos unimos al aplauso por este importante premio. Un logro suyo, plenamente suyo, de nadie más que de la imbatible poesía de Elvira Hernández.